martes, 2 de febrero de 2016


T.S. Eliot en La tierra baldía / Andreu Jaume




© Irving Penn                                               T.S. Eliot




















 





T.S. Eliot (1888-1965) nació en St. Louis (Missouri), estudió en Harvard y, tras instalarse en Londres en 1915, mantuvo una estrecha relación con Ezra Pound, que recomendó la publicación de su primer libro de poesía Prufrock y otras observaciones (1917). La publicación de La tierra baldía en 1922, así como la de sus ensayos recopilados en El bosque sagrado, le convirtieron en el crítico y poeta más destacado de su generación. Eliot ejerció una enorme influencia sobre la poesía y la crítica literaria anglosajona desde la década de 1920 hasta finales del siglo XX. En 1943 publicó Cuatro cuartetos, su segundo poema largo y, en 1948, le fue concedido el Premio Nobel de Literatura.

La tierra baldía es una obra esencial para entender nuestro tiempo. Con una dicción y unas imágenes rompedoras, T.S. Eliot sabe cantar la devastación de la primera guerra mundial, la adecuación del hombre a la ciudad como nuevo y definitivo exilio de la naturaleza, el deseo difícil entre mujeres y hombres, y convocar a la vez las voces del pasado literario de Occidente. Pero más allá del virtuosismo técnico y de la intensidad estética que el poema desata, en estos versos emociona sobre todo la desnuda humanidad que estalla en silencio. 



Publicamos a continuación la entrevista realizada por Santiago Sanz a Andreu Jaume, autor de la edición y traducción de La tierra baldía de T.S. Eliot (Lumen, Barcelona, 2015). 




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Santiago Sanz: ¿Qué te ha empujado a emprender la traducción de La tierra baldía de T.S. Eliot y a realizar una edición de su obra crítica?

Andreu Jaume: Empecé a leer a Eliot a los diecisiete o dieciocho años y el deslumbramiento fue inmediato, aunque lo hice en la traducción literal de José María Valverde. Desde entonces no he dejado de leerlo y estudiarlo, con creciente admiración. Su obra crítica –a la que llegué a través de Gil de Biedma– me descubrió a los metafísicos ingleses, a Christopher Marlowe, a Blake y a Dante, de quien hace una lectura muy provechosa y particularizada. Por eso me decidí a editar una selección de su crítica, que en muchos aspectos sigue siendo para mí modélica. Luego me atreví con La tierra baldía para estudiar el poema de cerca y como preparación para mi propia edición y traducción de los Cuatro cuartetos, que empezaré este año.

S.S.: En tu magnífica edición, abordas la suspicacia de Eliot ante los excesos del Romanticismo y, en especial, ante esa entronización del yo que caracteriza gran parte de la poesía romántica. Pero ¿no es verdad que ya desde dentro del Romanticismo, en especial el alemán, apuntan líneas muy claras que anticipan ese rechazo del personalismo exacerbado?

A.J.: En realidad se trata de una cuestión religiosa. Con la destrucción de una visión sacra de la naturaleza se liquida una relación entre el sujeto y el objeto y todo pasa a ser sujeto, aunque ese sujeto no se manifieste siempre a través de un yo, como en algunos casos alemanes. Eliot, con su regreso a la ortodoxia religiosa y su rechazo del romanticismo, intenta restaurar esa relación, recuperando una distancia entre el hombre y dios, sin conseguirlo. En el fondo, no puede dejar de ser un romántico. Pero el intento está lleno de revelaciones.

S.S.: Me refiero al «sujeto dócil» de Hölderlin o la «autoaniquilación» de Schlegel.

A.J.: Sí, a eso me refería. Un poema de Hölderlin como «Wie wenn am Feiertage» ilustra muy bien ese problema.

S.S.: El sentido de pérdida está muy presente en Eliot. ¿Hasta qué punto explica la secularización creciente del mundo que le toca vivir ese sentimiento de orfandad?

A.J.: Creo que de alguna manera Eliot coincide con Heidegger cuando éste dice que «solo un dios puede salvarnos». Los caminos son distintos. Para Heidegger no hay solución ni nueva religión, pero el problema es el mismo.

S.S.: ¿Alienta en la poesía de Eliot un deseo de forjar un nuevo mito, una suerte de vuelta a algo primitivo?

A.J.: No creo que sea un regreso ni un intento de crear nuevos mitos, sino de una reconsideración, en un momento de agonía, de los orígenes de la poesía y del canto y su relación con el mito y con el rito. De ahí su interés por Frazer. Pero es algo seminal, inspirador, más que clarificador. Eliot sabe muy bien que el mito y el canto han muerto ya.

S.S.: «He oído a las sirenas cantándose cara a cara. / No creo que canten para mí.» Estos versos del tramo final de La canción de amor de J. Alfred Prufrock, conmovedores como pocos, son susceptibles de interpretaciones muy diversas. Kafka prefiere imaginar a las sirenas silenciosas, mudas. Eliot las ve cantando, pero no para Prufrock. ¿Es posible que Eliot cifrara en ese canto la continuidad del mito, vetado a los hombres, sin embargo, por una cierta, digamos, falta de pureza?

A.J.: Exacto. Son unos versos muy elocuentes. Prufrock asocia la sexualidad y el mundo de las mujeres al canto y al mito, vetados para él, como lo estarán para el hombre de La tierra baldía. Las sirenas ya no pueden seducir, cantan para ellas mismas en un tiempo estanco.

S.S.: ¿Y no expresa el verso final de ese mismo poema -«hasta que las voces humanas nos despiertan y nos hundimos en el agua»- una desconfianza radical frente a la palabra, que, como en Hofmannsthal, ya no es capaz de decir el mundo?

A.J.: Creo que ahí Eliot opone la voz humana a la voz de las sirenas, como imposibilidad de elevación. Y el hundirse en el agua preludia la «muerte por agua» de La tierra baldía. El agua siempre está asociada a la sexualidad y la fertilidad.

S.S.: La religiosidad de Eliot es un asunto tan complejo como espinoso. Aún a riesgo de simplificar demasiado, me pregunto si Eliot ve en un poeta como Dante certezas que acaso es incapaz de compartir o si participa realmente de su credo.

A.J.: Eliot envidiaba la ventaja de Dante de poder escribir con un sistema filosófico y teológico a la mano, en un mundo teocéntrico donde se pudiera controlar tanto el lenguaje del dolor, como el de la purga y el de la alegría. De él aprendió a cuidar en poesía los detalles más nimios y vulgares –lo prosaico– y a alzar el vuelo por las bóvedas de la abstracción, la especulación y la teoría.

S.S.: Al margen de la materia poética, de la formulación verbal, de la música, sin las cuales, obviamente, no habría poesía, ¿puede decirse que existe una mirada particular en Eliot que se posa sobre las cosas del mundo y las transforma?

A.J.: Creo que la transformación de la que hablas se haya resumida en unos versos de Little Gidding que lo dicen todo acerca de su aventura: «a condition of complete simplicity / costing no less than everything». Perderlo todo para obtener la simplicidad absoluta.

S.S.: Dices que Eliot nunca falla en el poema largo. ¿Podrías aquilatar un poco el sentido de esas palabras?

A.J.: El poema largo es casi siempre un fracaso en la modernidad. Wordsworth, Byron, Shelley, todos intentaron escribir poemas épicos que en realidad ya eran otra cosa, monólogos dramáticos alargados. Eliot se inserta en esa tradición pero logra componer dos grandes poemas unitarios, La tierra baldía y Cuatro cuartetos, que son un prodigio de arquitectura y están al mismo tiempo llenos de pensamiento, de preguntas. En ese sentido me parece que no tiene rival.

S.S.: En La aventura sin fin abordas la obra crítica de Eliot. Afirmas que para él no hay diferencias entre el creador y el crítico, la interpretación y la creación. ¿En qué sentido se alimentan en su caso la una a la otra?

A.J.: El ejercicio de la crítica era una manera de nutrir la poesía. Sus poemas están llenos de observaciones críticas y sus ensayos de correspondencias con sus poemas. Por otra parte, a partir del romanticismo toda la poesía es crítica por definición.

S.S.: En algún momento dices que el trato de Eliot «con la tradición supone en realidad una ruptura». Al hablar de las vanguardias, Octavio Paz sostiene que instauran una nueva «tradición de la ruptura». ¿Hasta qué punto es aplicable al Eliot de La tierra baldía? ¿Y al de Los cuatro cuartetos?

A.J.: A Eliot se le considera un conservador, pero en realidad subvirtió todos los tópicos de su tiempo, en todos los ámbitos. Su lectura de la tradición europea es una ruptura con el historicismo del siglo XIX. Y sus dos grandes poemas constituyen la puesta en práctica de ese programa.

S.S.: Tu prólogo a la edición de La tierra baldía comienza con una cita del poeta metafísico George Herbert, a quien Eliot dedicó uno de sus últimos ensayos. ¿Qué importancia tiene realmente en su pensamiento poético?

A.J.: Herbert es el poeta inglés que le hubiera gustado ser a Eliot. Le hubiera gustado ser capaz de comunicarse con la divinidad con esa naturalidad, con esa intimidad que no consigue ni siquiera cuando se pone ortodoxo. Hay en sus poemas, por otra parte, una austeridad y una levedad que también persiguió el propio Eliot, sobre todo al final.

S.S.: Acabas de editar los diarios de Gil de Biedma. ¿Hasta qué punto se alimenta su propia obra crítica de los ensayos de Eliot que él mismo tradujo? ¿Han tenido una influencia directa en la tradición poética española posterior?

A.J.: El trato con la obra crítica de Eliot –como luego con la de Auden– fue decisivo para Gil de Biedma. Eliot le descubrió la riqueza de la tradición inglesa, tanto poética como ensayística. Le obligó a leer a Shakespeare, a Donne, a Milton, a Wordsworth, a Byron. Creo además que la traducción de los ensayos que citas le ayudó a conformar su propio estilo ensayístico, muy suelto y lúcido, netamente diferenciado de la prosa rimbombante de los hispanistas.





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ANDREU JAUME es editor, crítico literario y poeta. Ha editado los ensayos de T. S. Eliot (La aventura sin fin, Lumen, 2011) y ha traducido asimismo su poesía (La tierra baldía, Lumen, 2015). Ha publicado los diarios de Jaime Gil de Biedma (Diarios 1956-1985, Lumen, 2015) y es responsable de la edición de cinco volúmenes de la Obra completa de Shakespeare publicada por Debolsillo entre 2012 y 2013. Ha publicado el libro de poesía Camp de Mar (Malpaso, 2015). 




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